E.
jueves, 23 de agosto de 2007
Enamorado.
Se veía tan linda. Misteriosa y secreta, como espía de la Gestapo, y a la vez, melancólica y desencantada, cómo secretaria en una sala de urfencias de un hospital citadino a las tres de la mañana. Su vestido azul era una serpentina desesperada que correteaba el aire. Sus manos caían a los costados como ofrecidas al galante beso, ligeramente doblados los dedos, salpicados de fina coqueteria. Incluso sus pies, empañados de lodo, se mecían como siguiendo la melodía de un vals. Sus pechos, nueces de plastilina, permanecían estoicos como dos caballeros de la orden del Temple, apuntando al horizonte, con mirada vacía. Era hermosa, con la nariz ligeramente afilada, los labíos palidos y suntuosos y la barbilla ovalada, como un huevo relleno de confeti. Pero sin duda, era su lengua quién me estremecía y me robaba el aire, me dificultaba la respiración y erizaba la piel. No tenía nada de particular pero la forma en qué la mostraba era algo primitivo, seductor, salvaje. Encendía todas las pasiones. Era el amuleto, era el estandarte, era el pecado de la carne... Esa fué la primera vez que me enamoré. Lástima que estuviera ahorcada.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario