-¿Y tú a qué te dedicas?
-Soy pintora y además actúo en los sueños. ¿Y tú?
-Sueño y poso para pinturas.
-¿Te importa si te pinto?
-¡Claro que no, pero si a cambio me permites soñarte!
Mi rostro no pudo ocultar la sorpresa, que lo mismo fue por atreverme a preguntar como por escuchar su contestación. En ese momento dimos el último trago al tarro de pulque y salimos. Nos habíamos conocido hace treinta días que en realidad fueron dos horas. Durante aquel tiempo no habíamos intercambiado palabras más allá de las obligadas por el ritual como: “¡Hola!” o “¡Hasta luego!”. Cuando deseaba verla me bastaba cerrar los ojos y caminar guiado por un bastón, que formé con el tronco de un árbol, para que al abrirlos de nuevo, ella apareciera frente a mí, escuchando Trip hop y con la mirada absorta en el vacío, sentada dentro de la estación de algún metro, en cualquier parada de autobús o caminando por el centro de la ciudad. Ninguna palabra y ninguna mirada. Era como si le bastará intuir mi presencia para saberme junto a ella. Más tarde descubrí, cuando de sus manos cayó una hoja que recogí sin que lo notara, que se dibujaba a sí misma y a mí, simple sombra, en el lugar en que nos encontraríamos. Mientras la buscaba, no faltaba quien me empujara furioso por haber chocado contra él o, muy gentilmente, quien me ayudara a cruzar la calle o a subir al vagón del metro. Muchas veces estuve a punto de violar el silencio con las palabras te amo, te quiero o te necesito, pero de inmediato me sentía culpable por pensar en semejante profanación. Cuando guardaba sus discman, abrigaba la esperanza de por fin existir para ella, ilusión que pocos minutos después abandonaba. Poco a poco me acostumbré al silencio pero no a dejar de contemplarla. Era como si me permitiera adueñarme de su imagen a cambió de mi mutismo. Sus rasgos se tornaban cada vez menos marcados y su color rosado se hacía diáfano. Yo lo sabía y me aterraba que se desvaneciera por completo, sin embargo, su belleza minaba mi voluntad. Aún las dos veces que hicimos el amor, antes que con mis labios, la recorrí con la vista. Recuerdo que en una de aquellas ocasiones me instalé sobre ella para dibujarle, con una pluma, ojos en los pechos sólo para sentir que me observaba; y hasta me atreví a musitar, antes de penetrarla, frente a éstos un “¿quieres qué te lleve a conocer las estrellas?” seguido de un “¡Sí!” que escribí como respuesta de una boca dibujada en su ombligo. De pronto, su boca, que antes fuera su ombligo, se convirtió en una galaxia, los lunares se multiplicaron para transformarse en estrellas, entre sus muslos apareció un hoyo negro que jalaba mi sexo hacía sus tinieblas. Vi en toda ella constelaciones; cometas; asteroides; una supernova explotar para convertirse en nebulosa; cisnes que llevaban en el pico casa blancas y orquídeas para esparcir su fragancia; un alquimista concentrado junto a un mortero y un tubo de ensayo; a un joven, con un palo encendido, que danzaba dando tragos a una botella para lanzar fuego por la boca; a Penélope tejiendo un manto; y a un unicornio de cristal sobre el que viajábamos escoltados por minotauros y cíclopes. El brillo multicolor de aquellos misterios se difuminaba del blanco al violeta, del azul oscuro al neón, del rosa al morado, del amarillo al rojo, en fin, del negro a las infinitas combinaciones del Universo. Cuando volví a su rostro, creí que por vez primera me observaba con atención. La miré fijamente y advertí que en realidad no era a mí a quien miraba sino que veía, a través del reflejo de mis ojos, lo que yo en toda ella. Entonces, tuve la certeza de que aquellos ojos de largas pestañas rizadas nunca me mirarían. En lo que fueran sus costillas, apareció un arpa enorme que empezó a mover sus cuerdas para acompañar al sonido del Universo, luego se les unió la cítara y el violín. Ambos nos movíamos al suave ritmo de la música. Sin dejar de mirarla, besé sus labios, única parte además de sus ojos que parecían intactos, y de ellos surgieron cientos de mariposas. Cuando por fin un cosquilleo insoportable apareció bajo mi vientre, presentí que íbamos a explotar, cerré los ojos dos segundos sólo para que al abrirlos y ver en derredor, saber que, en mi sueño premonitorio de su cuerpo como Universo y en una de sus pinturas que empezó aun antes de comunicármelo, habíamos creado verdaderamente al Universo.
Fuera de la pulquería ya había caído la noche. Caminamos durante una hora por la orilla solitaria de un canal de agua. Distinguí un montón de enormes tubos de concreto apilados, en los que subió con maestría para ingresar en el más elevado de ellos. La seguí con dificultad hasta cruzar un hule transparente que fungía de cortina. Con sólo palmear, se encendió una lámpara pintada en el centro de la parte superior del tubo. Ésta dejó ver tres cobijas, varias hojas y lienzos rotos, un caballete, pinceles, una paleta metálica, tubos de óleo vacíos y múltiples imágenes pintadas sobre las paredes. Entre las variadas formas distinguí un árbol que con sus hojas y ramas cubría toda la superficie; mariposas que salían de su capullo; un niño que escondía la cabeza de un señor tras su espalda; una señora embarazada; un hada y un duende viendo su reflejo en un estanque de agua; una araña tejiendo; y a ella misma en forma de fantasma alargado. Supuse que aquel sitió servía únicamente de estudio. Se acercó el caballete y acomodó un lienzo. Sin mirarme empezó a dar trazos. Pensé en preguntarle cómo iba plasmar algo que no veía, pero las palabras pesaban en mi boca y además, un sueño no tiene porque responder. Yo, por el contrarío, igual que siempre, no podía evitar mirarla. Veía con desesperación como a cada pincelada su cuerpo se iba desvaneciendo. Después de algunas horas desapareció por completo dejándome el sonido seco de la paleta y el pincel al caer (justo en el instante en que un gallo cantaba). Me levanté para buscarla sin atreverme a ir más allá del lienzo. Nada. Sin saber qué hacer y con las lágrimas inundando mi rostro, me recosté hasta que me venció el cansancio. Ningún sueño, sólo vació. Tiempo después desperté a causa del calor del mediodía. Con el valor renovado, me atreví a examinar la pintura. En ésta, que es lo último que recuerdo, me hallaba recostado, en este mismo tubo, con un rostro en donde figuraban cuencas en lugar de ojos y, frente a mí, se encontraba una sombra femenina que parecía contemplarme fijamente mientras se esforzaba por pintarme.
-Soy pintora y además actúo en los sueños. ¿Y tú?
-Sueño y poso para pinturas.
-¿Te importa si te pinto?
-¡Claro que no, pero si a cambio me permites soñarte!
Mi rostro no pudo ocultar la sorpresa, que lo mismo fue por atreverme a preguntar como por escuchar su contestación. En ese momento dimos el último trago al tarro de pulque y salimos. Nos habíamos conocido hace treinta días que en realidad fueron dos horas. Durante aquel tiempo no habíamos intercambiado palabras más allá de las obligadas por el ritual como: “¡Hola!” o “¡Hasta luego!”. Cuando deseaba verla me bastaba cerrar los ojos y caminar guiado por un bastón, que formé con el tronco de un árbol, para que al abrirlos de nuevo, ella apareciera frente a mí, escuchando Trip hop y con la mirada absorta en el vacío, sentada dentro de la estación de algún metro, en cualquier parada de autobús o caminando por el centro de la ciudad. Ninguna palabra y ninguna mirada. Era como si le bastará intuir mi presencia para saberme junto a ella. Más tarde descubrí, cuando de sus manos cayó una hoja que recogí sin que lo notara, que se dibujaba a sí misma y a mí, simple sombra, en el lugar en que nos encontraríamos. Mientras la buscaba, no faltaba quien me empujara furioso por haber chocado contra él o, muy gentilmente, quien me ayudara a cruzar la calle o a subir al vagón del metro. Muchas veces estuve a punto de violar el silencio con las palabras te amo, te quiero o te necesito, pero de inmediato me sentía culpable por pensar en semejante profanación. Cuando guardaba sus discman, abrigaba la esperanza de por fin existir para ella, ilusión que pocos minutos después abandonaba. Poco a poco me acostumbré al silencio pero no a dejar de contemplarla. Era como si me permitiera adueñarme de su imagen a cambió de mi mutismo. Sus rasgos se tornaban cada vez menos marcados y su color rosado se hacía diáfano. Yo lo sabía y me aterraba que se desvaneciera por completo, sin embargo, su belleza minaba mi voluntad. Aún las dos veces que hicimos el amor, antes que con mis labios, la recorrí con la vista. Recuerdo que en una de aquellas ocasiones me instalé sobre ella para dibujarle, con una pluma, ojos en los pechos sólo para sentir que me observaba; y hasta me atreví a musitar, antes de penetrarla, frente a éstos un “¿quieres qué te lleve a conocer las estrellas?” seguido de un “¡Sí!” que escribí como respuesta de una boca dibujada en su ombligo. De pronto, su boca, que antes fuera su ombligo, se convirtió en una galaxia, los lunares se multiplicaron para transformarse en estrellas, entre sus muslos apareció un hoyo negro que jalaba mi sexo hacía sus tinieblas. Vi en toda ella constelaciones; cometas; asteroides; una supernova explotar para convertirse en nebulosa; cisnes que llevaban en el pico casa blancas y orquídeas para esparcir su fragancia; un alquimista concentrado junto a un mortero y un tubo de ensayo; a un joven, con un palo encendido, que danzaba dando tragos a una botella para lanzar fuego por la boca; a Penélope tejiendo un manto; y a un unicornio de cristal sobre el que viajábamos escoltados por minotauros y cíclopes. El brillo multicolor de aquellos misterios se difuminaba del blanco al violeta, del azul oscuro al neón, del rosa al morado, del amarillo al rojo, en fin, del negro a las infinitas combinaciones del Universo. Cuando volví a su rostro, creí que por vez primera me observaba con atención. La miré fijamente y advertí que en realidad no era a mí a quien miraba sino que veía, a través del reflejo de mis ojos, lo que yo en toda ella. Entonces, tuve la certeza de que aquellos ojos de largas pestañas rizadas nunca me mirarían. En lo que fueran sus costillas, apareció un arpa enorme que empezó a mover sus cuerdas para acompañar al sonido del Universo, luego se les unió la cítara y el violín. Ambos nos movíamos al suave ritmo de la música. Sin dejar de mirarla, besé sus labios, única parte además de sus ojos que parecían intactos, y de ellos surgieron cientos de mariposas. Cuando por fin un cosquilleo insoportable apareció bajo mi vientre, presentí que íbamos a explotar, cerré los ojos dos segundos sólo para que al abrirlos y ver en derredor, saber que, en mi sueño premonitorio de su cuerpo como Universo y en una de sus pinturas que empezó aun antes de comunicármelo, habíamos creado verdaderamente al Universo.
Fuera de la pulquería ya había caído la noche. Caminamos durante una hora por la orilla solitaria de un canal de agua. Distinguí un montón de enormes tubos de concreto apilados, en los que subió con maestría para ingresar en el más elevado de ellos. La seguí con dificultad hasta cruzar un hule transparente que fungía de cortina. Con sólo palmear, se encendió una lámpara pintada en el centro de la parte superior del tubo. Ésta dejó ver tres cobijas, varias hojas y lienzos rotos, un caballete, pinceles, una paleta metálica, tubos de óleo vacíos y múltiples imágenes pintadas sobre las paredes. Entre las variadas formas distinguí un árbol que con sus hojas y ramas cubría toda la superficie; mariposas que salían de su capullo; un niño que escondía la cabeza de un señor tras su espalda; una señora embarazada; un hada y un duende viendo su reflejo en un estanque de agua; una araña tejiendo; y a ella misma en forma de fantasma alargado. Supuse que aquel sitió servía únicamente de estudio. Se acercó el caballete y acomodó un lienzo. Sin mirarme empezó a dar trazos. Pensé en preguntarle cómo iba plasmar algo que no veía, pero las palabras pesaban en mi boca y además, un sueño no tiene porque responder. Yo, por el contrarío, igual que siempre, no podía evitar mirarla. Veía con desesperación como a cada pincelada su cuerpo se iba desvaneciendo. Después de algunas horas desapareció por completo dejándome el sonido seco de la paleta y el pincel al caer (justo en el instante en que un gallo cantaba). Me levanté para buscarla sin atreverme a ir más allá del lienzo. Nada. Sin saber qué hacer y con las lágrimas inundando mi rostro, me recosté hasta que me venció el cansancio. Ningún sueño, sólo vació. Tiempo después desperté a causa del calor del mediodía. Con el valor renovado, me atreví a examinar la pintura. En ésta, que es lo último que recuerdo, me hallaba recostado, en este mismo tubo, con un rostro en donde figuraban cuencas en lugar de ojos y, frente a mí, se encontraba una sombra femenina que parecía contemplarme fijamente mientras se esforzaba por pintarme.
Daniel Cisneros
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