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Susurros de Chalco...

miércoles, 23 de mayo de 2007

Noche

La luminosidad de la luna viola a mi mujer. Irrumpe en su penumbra y me la muestra toda, todita. Piadoso amante. Una hendidura en la cortina le basta para mantenerme en el anonimato junto a la dulce iluminada. Y yo observo, entre el sórdido silencio de mis memorias, cómo la cobija deja al descubierto sus pechos. En la noche rejuvenecen, se hacen grandes y altivos: pletóricos de vida. Por el día es dadora, pues alimenta a nuestro hijo de apenas tres días. Quizá la luna sólo se amamante para seguir siendo de queso. Pero no la seca, la hace más jugosa, desbordante. Acerco mis dedos para acariciar aquel manantial de calcio y alegría. Son tan suaves que me recuerdan a mi mismo en otro tiempo de amor furtivo. Un reacomodo delicado, en el que me da la espalda en su usual juego de provocación, vasta para que su joven dorso y sus orgullosas nalgas se asomen.
-¿Aún estás despierto cariño? –Me dice, impregnada de la magia del sueño, con la melódica suavidad de su voz y sin cambiar de posición- Creí que te habías dormido cuando apagaste la luz de la lámpara.
-En un momento.
Tan bella, tan mía. Maestra de la insinuación en días de guardar. El libro de Kawabata se mueve impaciente sobre las ardientes tinieblas de mi pelvis. Quizá sea la hora de la pastilla de Eguchi, pienso con ironía. Lo agarro, desnudando una inquietud, y lo coloco sobre el buró.
Un olor a mar se cuela por la puerta. Viene seguido de un gemido. Cierro los ojos, me prendo a mi mujer y voy tras su origen. Bajo las escaleras y paso junto a aquellas diminutas pantaletas, aún con la humedad del sexo, que penden del tendedero. Entro por la cocina, llego al umbral de la alcoba resplandeciente de rojo neón y ya siento la brisa del mar. Me agazapo tras las cortinas. Soy testigo de como él se apodera de un cuerpo de ébano. De cómo arranca un racimo de zarzamoras maduras en pleno otoño. De cuando baja a la entrepierna para lamer de su capulín hasta llegar al hueso. Está listo para penetrar en su secreto y se acomoda para cabalgarla. Veo en su rostro al minotauro. Ella es dócil, sólo gime y recorre sus propios labios con una lengua filosa. La casa entera chorrea sudor y se estremece. Ahora él saca su miembro y hace llover sobre los pechos de ella que escurren hasta formar un río de leche en su ombligo. Luego se dan un beso y se recuestan boca arriba, pegaditos. En él desapareció el minotauro y volvió la piel agrietada, quedándose sólo la espuma de la mar prendida a sus cabellos. Ella permanece tan satisfecha y plena como sus veinte años recién cumplidos.
La gota me fuerza a salir. Apunto de entrar al baño, advierto al vecino de abajo arrastrando, con la dificultad que le brinda su ancianidad, un bulto blanco. No hago mucho caso. Al salir, sólo la noche estrellada y un gato negro maullando sobre un tinaco de agua. Regreso a mi cuarto para echar un vistazo en la cuna, meterme entre las cobijas con mi mujer y, espero, dormir.
Daniel Cisneros.

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