El cuento del voyeur
eduardo amantis
“Pronto morirás”, se leía sobre la pared rectangular de ladrillo requemado, frontera entre la calle desolada, brutal, cueva de murciélago, casa estilo clase media, con muebles descuidados y libros regados por doquier -herencia de aquél hombre taciturno- , ínfimas partículas volátiles, polvos cósmicos, arácnidos telares en los muebles. Su padre, triste y callado carpintero católico que creía ser puritano como el padre del cordero de Dios.
Pedro, hijo único y huérfano de madre al nacer, siempre con la carga que su padre le recordaba día tras día. Vivía aislado del mundo exterior, se resguardaba de la realidad inmediata, aquella “Ave venenosa, que si la tomas de una ala se rompe y le salen agujas como filosas plumas”, como el solía llamarle antes que ésta lo devorara –la realidad- en un abrir y cerrar de ojos.
Fanático de las mujeres ancianas, dedicado acechaba con un telescopio que había fabricado siguiendo un viejo manual, que olvidado, aguardaba en la penumbra de la habitación de su padre.
Miraba con ahínco a vecinas o transeúntes que se escurrían por su calle falaz y desértica. Voyeurista empedernido, enloquecido por el cabello largo, las pieles suaves y surcadas por el paso del tiempo. Desencadenaba un sin fin de sueños dentro de su cabeza al mirar a las ancianas, al divisar con su ojo de largo alcance. Al mirar, se imaginaba campos con flores silvestres que nunca había conocido, mariposas mutiladas, acariciándole el rostro coloreado por pincelazos de gatos furiosos arañando suaves pieles quebrantadas.
La única ocasión que tuvo contacto carnal fue con una anciana llamada Tomaza, que cuidaba de la casa y de él cuando su padre salía a terminar algún trabajo fuera. Ella había sido soltera toda su vida, “parecía como si nunca hubiera comido carne fresca”, me confesó en alguna ocasión “Fedo” (como le gustaba que le llamaran).
Él, inexperto por su corta edad, tomaba por normal que su “Abuelita” le bañara hasta ya muy avanzada edad. Le palpara el miembro y se lo limpiara con gran esmero, como si “Frotase una lámpara maravillosa” hasta el grado de hacerla con magia crecer y fluir de su recóndito un liquido amarillo, parecido más la cerveza de barril que a la leche de cabra que tanto le gustaba. Después de hacer eso lo recogía en sus manos arrugadas y lo llevaba a su boca, exaltando los ojos como grandes resortes, exhalando gemidos de loba. A él le gustaba sentir esa sensación estruendosa que lo colmaba diariamente. Poco a poco fue cobrando razón de lo que le ocurría, y hasta que un día Tomaza le dijo que le había “Llegado el día de probar el sabor de la vida”. Lo tomó por su carita de niño, (tenía doce años) y le introdujo su lengua de “Metal oxidado” hasta la garganta, que le llenaba de saliva amarga los labios tiernos. Le quitó la ropa y se la quitó ella también. Él sorprendido ante semejante cuerpo resquebrajado por el fluir eterno, sufrió una pequeña erección, “Sus pechos le colgaban hasta el ombligo como ubres de vaca muerta, su monte parecía cerro deslamado con pasto negro, su piel era suave y olía a rosas secas, creo que su rústico cuerpo, me devoró para toda la vida” -nos contaba Fedo con lágrimas en los ojos-. Entonces le chupo todo su cuerpecito infantil, con su lengua de lagartija hambrienta, mientras le cantaba la canción que le arrullaba todas las noches de luna, antes de dormir:
“las hormigas andan tras las ramas
gritan, saltan al ritmo de mi voz,
ríen, lloran por que la lluvia llegó
y su aliento les corto
porque su comida se llevó…” Él se convulsionó de cosquillas mientras reía frenéticamente hasta que a su pene lo cubrió un manto calido y acuoso, que como sapo venenoso le inyectaba espasmos sin cesar, de esta manera ella le pidió que le tocara su “Cueva infinita e inexplorada por manos pecadoras y sucias”, y le lamiera su boca oculta que aguardaba la llegada de un “Niño santo y hermoso como tú”.
Pedro la succionó con maestría innata, que la viejecita enseguida pareció como si la edad se le olvidara y se arrastró entre las paredes del cielo, de esta manera, él paso un largo rato saciándose de jugos vaginales hasta que un río salvaje le ahogó y perdió el conocimiento. Morado se pintó. Tomaza lo miró después de unos segundos que su orgasmo culminó. Tendido en el suelo sin respirar, yacía el pobre Fedo, lo tomó y le soplo fuerte por la boca, y así, él de nuevo revivió, tosiendo y vomitando litros de la vieja Tomaza. Ella, por lo pronto, lloró de alegría y de amor, y le beso hasta llegar de nuevo a su pene morado aún, lo despertó y se lo introdujo, le pedía que se moviera al ritmo del saca y mete, entonces, así él, supo que estaba haciendo el amor con una vieja podrida, de la cual estaría enamorado para toda la vida.
Esa vieja historia la contaba al círculo de amigos que asistía a su casa en tertulias literarias lecturas infructas, como toda vida literal, que enloquece a aquellos intelectualoides sedientos de escapar un poco, a su miedo de perder para siempre la inmortalidad. Siempre pensé que su vida era un cuento que había leído de niño o algún demonio de su cabeza lo había inventado.
Después de leer con entusiasmo a Ducasse, Papini, Verlaine, Nieztche… y a muchos otros, le pedíamos que relatará su apasionada historia y sacara a la luz de la palabra hablada: duendes , miedos y demonios, causa y efecto de su mortal poesía patológica, que a la clase elitista y sabelotodo, le saca ronchas en los ojos, pero que en lo personal cada quien le veía con ternura inagotable y sincera, se estremecían sin fin ni principio.
Sólo el vomitar constante de una mierda de sentimientos esculpidos por la vida real –su vida real- que cualquiera sabía de memoria…ahora casi todos lo hemos olvidado o y si lo contamos le inventamos. Pero él, los confesaba odas con las entrañas en la mano, como si nunca lo hubiera escrito, aprisionándolas nosotros en seguida en telarañas de papel.
“Tiernas manos arrugadas,
que yacen hechas polvo
bajo gusanos come carne
y lombrices de pantano,
vengan y acarícienme el pelo,
tomen entre sus dedos mi triste humanidad
mientras yo duermo
entre sueños laberintos
buscando, no encontrando
a su dueña en el paraíso…”
Con uno que otro verso aversado, comenzaba su relato infinito, circular, comenzaba aquí y terminaba allá, más haya de la vida más haya de la muerte. Nunca tenía un final parecido, era inagotable, fantástico, que tristeza la defectuosas memorias y él nunca los escribiera..decía, “Eso es cosa de hombres, y yo, ya no soy un humano”.
Hurtado un sin numero de ancianas, su vida se le iba evaporando, se metía en problemas con ancianos cabríos y locos, por seducir a sus lindas viejecitas, que le recordaban a su Tomaza. Una tras otra fue devorando. Era un santo, pues les devolvía la vida de ilusiones que tanto las reconfortaba y le agradecían con monedas mal pagadas que él recibía sin amargura, por que de eso se alimentaba, vestía, compraba libros y pagaba su renta en este mundo material. Nadie supo quien lo asesinó pero trataron de avisarle que se arrastraría con las vísceras escurriéndole por la grande abertura que un filoso matón le haría…pero el día de su entierro, el cementerio de mujeres viejas se pobló y todas las tardes me paseo por aquí tratando de escuchar su insubordinada voz, que era la única forma de escuchar un espíritu libre y muerto en vida…
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